Y salía a la calle con la ropa impregnada de peste a incienso. El mareo que sentía recordaba los viajes de vacaciones en las sierras de Córdoba, cuando peleábamos con mi hermano para ocupar el mayor espacio del asiento trasero del Ford Falcon. Casi siempre terminábamos manchando el auto. Yo, por el vértigo, y mi hermano por verme vomitar. Mi madre se enojaba muchísimo conmigo, me repetía que debía mirar para adelante el paisaje divino y dejar las revistas de historietas para cuando llegáramos. Mi padre limpiaba y perfumaba el coche antes de continuar camino.

Las primeras luminarias de la calle me encandilaban. Caminaba apurada. Quizás por eso demoré en advertir que había equivocado el rumbo. Había recorrido dos cuadras y media hacia el norte, siendo que mi parada de colectivo estaba hacia el sur. Me castigué por el error estúpido caminando media cuadra más, hasta la avenida central, mientras intentaba desentrañar algún beneficio en la vuelta innecesaria.

Las calles parecían algo cambiadas. Comencé a distraerme observando cada vidriera. Carteles vintage, zapatos pasados de moda, souvenires de cartón.

Me detuve a observar las baratijas importadas que ofrecía a precios muy convenientes un vendedor ambulante. Un monedero hindú me recordó a Ester, mi amiga. Había faltado al cumpleaños de ella la semana anterior, con el tema de mi depresión. Claro que Ester me entendería. Seguro que ya habría salido del trabajo y podía pasar a visitarla. Estaba cerca del departamento.

Segundo siete. Nadie contestaba el portero. Mi amiga estaría ocupada. Aunque no le había avisado que iba, ella se alegraría de verme. Justo en ese momento un muchacho ingresaba al edificio y le pedí pasar.

Toqué el timbre apenas bajé del ascensor y casi grité cuando un hombre grueso, sin remera ni dientes, me preguntó qué quería.

— ¿Se encuentra Ester?– para adentro, rogaba haberme equivocado.

— Acá no vive ninguna Ester.

— ¿Se mudó? (no podía haberlo hecho sin avisarme) ¿Sabe adónde?

— Usted se debe haber confundido de departamento –resolvió el desremerado, con menos apuro que vergüenza.

Confirmé en una ojeada que eran el piso y la puerta. Si hasta reconocía la tecla gastada del timbre.

— Hace un mes más o menos que no la veo, pero hoy es el cumpleaños. Ella vivía acá.

El caballero medio desnudo terminó de abrir y me acercó el ceño fruncido.

— Yo vivo aquí desde hace veinte años.

Dicho esto, el gentil hombre cerró la puerta con doble vuelta de llave y cerrojo. Quedé en penumbras. Comenzaba a sentirme perturbada otra vez.

Iba bajando cada escalón como pidiéndole permiso para poner un pie o el otro. Y cuando había acabado de descender los dos pisos advertí que había olvidado pedirle al hombre desdentado que me abriera abajo con el portero eléctrico. Pero ya no quería interrumpir la doble vuelta de llave con cerrojo. Decidí volver a esperar frente a la salida.

El peso de mis pensamientos había terminado de agotarme. Tomé de asiento el piso helado y, con la cabeza afirmada en la pared, cerré aquel día demasiado largo.

Me sacudió la luz que entraba de la calle. Una anciana abría tan despacio que alcancé a distinguir las tres de la mañana en mi reloj. Di un salto y detuve la puerta.

Cuando llegaba a mi barrio iba despuntando el día. Hurgué en mi bolso para encontrar las llaves. Apunté la de cabo cuadrado, la de siempre, con las letras hacia arriba. No entró. Con las letras hacia abajo. Tampoco. La cerradura se había vuelto angosta. Sentía que iba a descomponerme.

El ruido que había hecho debió despertar a alguien que comenzaba a mover sillas dentro. Una mujer ojerosa y despeinada asomó a la puerta y me gruñó cuando le reclamé la casa.

— Se ha confundido –dijo sin más mientras comenzaba a cerrar.

— ¡Pero acá vivo yo! ¡Usted está usurpando mi domicilio!

— No, no, no. Acá vivo yo, con mi hijo y mi perro.

— Pero le digo que es mi casa. Mi papá me la obsequió antes de morir.

— Estás equivocada, querida –comenzaba a parecer dispuesta a conversar–. Nosotros alquilamos acá y conozco a la dueña. Podés hablar con ella, que viene en un rato y tiene ganas de vender.

Me señaló el cartel que asomaba en la ventana. Desconocí el anuncio de letras rojas, pero aún más las cortinas que no eran de lino blanco como las mías sino amarillas, con unas flores espantosas. Me alejé un poco para observar mejor. Era mi casa. Pero faltaba el número de madera que había hecho un artesano amigo. Era mi casa. Reconocí cada muesca, cada hendidura entre las baldosas de mi vereda.

La supuesta inquilina continuaba observándome con recelo y amenazó con llamar a la policía. Entonces el vahído me obligó a tomar asiento en el cantero de una vecina. Justo allí, donde siempre había visto tierra seca, florecían malvones blancos.

Nada estaba donde lo había dejado ¿Cuándo lo había dejado? ¿Acaso mis visitas al departamento de Ester pertenecían a mis sueños? ¿Y mi casa, mi barrio? ¿Estaría enfermando de la cabeza?

El aire de la mañana comenzaba a aclararme las ideas.

Algo se había quebrado la tarde anterior, luego de mi cita con la bruja. ¿Qué le había dicho yo? Que extrañaba a mi padre. Que todavía, tres años después, me dolía demasiado su muerte. Que ansiaba volver a verlo, abrazarlo, pedirle perdón. Luego de aceptar el trato rebuscado con el que me había tentado la bruja, no podía recordar nada más. Solamente que había salido de aquel lugar incierto con el olor a incienso penetrado en mi ropa y que sentía vértigo.

El automóvil que se detuvo frente a la puerta de casa cortó mi examen retrospectivo. Conocí el vehículo: había aprendido a manejar en él y hacía menos de un año había vendido ese mismo Falcon para pagar una deuda urgente.

Con los ojos turbios me incorporé cuando el hombre bajó del auto. Lo reconocí tan rápido como al coche: era mi padre.

Ana Ocáterli

Cuento publicado en la antología del Taller de la Palabra

Taller de la Palaba. Antología de alumnos de Mercedes Fernández
Veintinueve alumnos de Mercedes Fernández dimos a luz este libro.

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