Unos libros sagrados de divulgación reciente han develado quién fue el descendiente de Adán, en séptima generación, que fundó la idea de que el nombre paterno cobijara al de los hijos.

La costumbre de utilizar un apellido, data de tiempos más antiguos de lo que se ha creído hasta ahora. Los escritos custodiados durante siglos, entre los archivos secretos del Vaticano, vienen a dar asidero a la tradición oral que han conservado en forma de poesía algunas comunidades campesinas de Europa oriental (Aún nadie ha sabido explicar cómo han permanecido tan incomunicados los trovadores con la gran colectividad de Iberoamérica que, en forma dispersa pero avasallante, continúa extendiendo las ramas del apellido original).

La leyenda traducida ha perdido la estética folclórica, pero conserva la esencia, que coincide con las escrituras. Sostiene el relato oral que Enoc (hijo de Jared, nieto de Malael, bisnieto de Cainán, tataranieto de Enós, tátara-tataranieto de Set y tátara-tatara-tataranieto de Adán) llamó a su tercer hijo Gonzalo.

Gonzalo tuvo, al menos, veintiocho hijos que quería y cuidaba de una manera especial. Una versión ampliada de verso popular dice que el padre los quería demasiado para sí. Hallaba siempre la manera de tener a los hijos cerca y de controlar lo que ellos hicieran. Lo peor para el patriarca era que alguien confundiera a los integrantes de su estirpe con los vástagos del temible Matusalén, quien, por ser primogénito de Enoc, sería el único nombrado en la Biblia.

Un día, quizás luego de presentir que no pasaría los trescientos años de vida, Gonzalo reunió a los veintiocho hijos e hijas para anunciarles que los nombres de cada uno desaparecerían. A partir de entonces todos comenzarían a llamarse González, que significa “de Gonzalo”. Ya no habría más Adanes ni Evas en el clan. Todos serían solo González.

Sebastián, el hijo más grande, protestó. Él ya era padre y también quería tener una familia tan unida como la que el patriarca había logrado. Dos de los hermanos que seguían en la línea apoyaron la idea del mayor.

En cambio, las hermanas consideraron que si lo pedía el padre, estaba bien. Incluso con orgullo, los hijos más pequeños portaron desde ese día el nombre común.

En los comienzos, la unificación del calificativo fue motivo de confusiones. Hasta que a la madre (que había sido la primera en adoptar el González, por eso nadie recuerda cómo se llamaba aquella mujer) se le ocurrió comenzar a decirles González el uno, González la dos, González el tres, González el nueve, González el catorce, González el veintiocho.

Al cabo de un tiempo, todos habían obedecido al padre, incluso los mayores.

Pero cuando murió Gonzalo, Sebastián congregó a los otros veintisiete González y les comunicó una idea que había estado pensando desde el mismo día en que el padre les había quitado el mote de cada uno: Propuso que todos volvieran a los nombres originales, pero que, honrando la voluntad del fallecido, usaran González en segundo término. De modo que podrían llamarse como cuando habían nacido, y seguir también el legado del clan. Les dijo, Yo seré Sebastián González y ustedes podrán hacer lo mismo con el nombre propio y el de nuestro padre.

Los escritos originales son testimonio, en forma más escueta, del deseo de trascendencia que había tenido Gonzalo y de la confusión de nombres que generó entre sus hijos. Pero además, develan que Sebastián, el primogénito, era un aventurero. Él partió a tierras lejanas y perdió comunicación con los hermanos. El texto afirma que el rebelde tuvo cientos de hijos que viajaron aún más allá, hacia el poniente.

El mismo libro aclara también que ninguna de las hermanas ni de los hermanos recordó jamás el nombre individual.

Ana Ocáterli

El cuento EL NOMBRE forma parte de la antología del Taller de la Palabra 2016  Taller de la Palaba. Antología de alumnos de Mercedes Fernández

Publicamos, todos juntos, veintinueve alumnos de Mercedes Fernández.

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