Maglali llegó a casa con los poemas y cuentos que había empezado a acumular más bien como un ejercicio. De allí nacería el primer libro que armamos juntas, Pétalos de Vida. Pero cada vez que nos reuníamos para avanzar en el trabajo de edición, ella hablaba del hogar Jorba de Funes, que en principio se llamó Amparo Infantil. Que había escrito, que había borrado, que había vuelto a escribir, que estaba corrigiendo. A veces se le cortaba la voz cuando hablaba de aquello. A esta mujer grande (que la vida ha hecho fuerte) se le llenaban los ojos de lágrimas; yo no terminaba de entender.
Cuando al fin pude leer la historia que Maglali había escrito comprendí el origen de aquellas lágrimas. Pero es mi deber de editora aclarar que en este libro no está reflejado, ni por lejos, el dolor de aquellas vivencias. En estas páginas ustedes podrán conectar con la nostalgia de la autora. La observación de un mundo que ella conoció desde muy pequeña. Esa mirada que luego completó con una carrera profesional dentro de la Dirección de Niñez, Adolescencia y Familia, de la provincia de Mendoza, la DINAF. El lector deberá saber que aquella experiencia iniciática en “la casa grande”, que describe Maglali en sus Vivencias de Amparo Infantil, despertó en ella una clara vocación que la llevó a tomar el primer trabajo formal en un hogar de niños huérfanos cuando aún no cumplía 21 años de edad. Antes de eso ya había colaborado escribiendo notas e informes, al servicio de Marta Romano de Bonilla, cuando era directora del Jorba de Funes.
En el relato que leerán a continuación, Maglali (Marta Gladys Livellara) se ha propuesto hablar de esas mujeres que, sin haber ido a la universidad, tomaron la sabiduría del amor. A aquellos seres humanos que gran parte de la sociedad despreciaba (incluso, a veces, sus propias familias biológicas), ellas los trataban con cariño. Además de las imprescindibles tareas de cuidado, higiene y salud; procuraban para ellos una vida digna, que incluía las mejores comidas, el incentivo de la recreación y el aprendizaje de la expresión artística, en la medida de sus capacidades individuales. Ellas, “las tías”, alimentaban el cuerpo y el espíritu de los niños, niñas y adolescentes, con una entrega y contención únicas.
En los meses de vacaciones la pequeña Maglali (quien ya admiraba las flores como artista plástica y poeta) convivió con los asistidos del hogar. Entonces empatizó con ellos y fue agradecida de sus circunstancias, aunque tuviese una cuota de dolor. Desde que sus padres se habían separado, cuando ella tenía tres años, debió adaptarse a las rigurosidades del internado en un colegio religioso. Allí su madre depositaba casi la mitad del sueldo de enfermera y, con mucho sacrificio, cubría las exigencias de uniforme que imponía la institución.
Maglali observaba a las chicas y los chicos del hogar como sus iguales. Por lo tanto llegaba a aquella casa grande, rodeada de árboles y cuidada con amor, ansiosa de jugar con su hermano y con aquellos pares. Saltar a la soga, elegir reina de la primavera, quien llevaría la corona de sauce y flores de membrillo. Sin dudas, nuestra pequeña artista era inmensamente feliz, no sentía la diferencia que los adultos imponían sobre ella y su hermano, los “normales”.
Ya mayor, la autora siguió sin comprender las diferencias que establecía el sistema y que desplazaba y dejaba desamparados a los seres que ella había conocido, inocentes e indefensos. Como empleada de la DINAF, la autora sufrió al ver como aquella institución de amor y contención había derivado en una especie de depósito de personas. Primero había sido el traslado desde la casa en Mayor Drummond hacia el edificio Álvarez Condarco, metido en la montaña. Un lugar casi inhóspito, alejado de la posibilidad de que llegara una ambulancia en caso de emergencia, y de imposible acceso para muchas de las colaboradoras, que terminaron dejando su trabajo en el hogar. Aquella decisión de traslado fue tomada por funcionarios sin empatía, que solo veían cifras, edificios y contratos laborales. Desconocedores de esas vidas que Maglali conoció, determinaron el destino de los niños, niñas y jóvenes con discapacidad, “como si fueran un rebaño que llevaban a pastar”, comentó la autora en una de nuestras charlas.
Con el tiempo, los asistidos que quedaban se hicieron adultos y fueron “salvados”, con el traslado a la órbita de Salud Mental, en el Hospital El Sauce. Entonces, como una paradoja, el amor de aquellas cuidadoras que nunca tuvo publicidad, se hizo conocido cuando ese amor faltó. Una denuncia por maltratos y descuidos, junto con la nueva Ley de Salud Mental, determinó el punto final del Jorba.
Las historias que a continuación narra Maglali tienen algo de sana catarsis. También es un homenaje a las vivencias del hogar Amparo Infantil, para que permanezcan, iluminando posibilidades.
Anabel González Ocáterli, editora.