Bitácora de Permiso para escribir
Es el primer día. Salgo de dar clases en Los Álamos. Aún debo hacer un trámite en la ciudad de Mendoza y asistir a una reunión online antes del taller.
Quería pasar por casa, pero ya no tengo tiempo. Mientras manejo, mastico medio sánguche de milanesa que compré en el quiosco de la escuela.
En la ruta mi cabeza se despeja. Voy sin música porque sé que ahí es cuando llega la luz: sí, eso es lo que tengo que decir en tal clase; así es el personaje de la novela. Esta vez, apenas tomo el Acceso Este, me acuerdo de las flores: quiero flores en la mesa del taller. Y justo, cuando todavía no he tomado suficiente velocidad, veo unos yuyos con pétalos amarillos en el costado de la avenida.

A llega conmigo. Asistimos juntas a la reunión online, con el internet del Taller Flor de Lis. Aún no termina el encuentro virtual cuando llega S. Viene con su marido. Lo señala y aclara que él la trajo, si no, no venía.
Durante la semana me habían hablado doce personas, con muchas ganas de darse Permiso para escribir. Cuatro de ellas parecían seguras de venir el jueves. Otras, varias, que el horario les complicaba, o que la familia, o que… la vida misma.
Aunque a todas las entiendo, me siento ansiosa cuando son casi las 15.30 y nadie más llega, nadie más contesta mensajes ni pone más excusas.
Pero estoy acompañada. Con A y S nos sentamos a conversar, alrededor de una mesa con mantel rojo y siluetas en blanco que aluden a tareas de la cocina.
S habla de su proceso, de lo que le gusta escribir. Revela su método manual de papelitos con ideas que después pone sobre la mesa y arma. Que a los 27 años alguien le había dicho que era muy joven para escribir el libro que había pensado. Además, su situación: tuvo siete hijos.
Cuando es la hora, dejo a un lado el teléfono y me cambio de lugar en la mesa. Quiero estar equidistante con quienes hoy realmente se dieron el permiso para escribir, pese a que ambas dicen estar fuera de su zona de confort.

Les muestro los libros que son mi base bibliográfica para el taller. Ahí están Stephen King con Mientras escribo, las Clases de literatura de Julio Cortázar, el manual Sé qué, pero no sé cómo de la querida María del Rosario Ramallo y —claro que sí— El camino del artista, de Julia Cameron. Con leer todo eso no alcanza, hay que animarse, aclaro, aliento o asusto. Hablamos sobre el temor que generan las propias palabras. Percibo, en ellas y en mí, la resistencia.
El inicio de Permiso para escribir
Las invito a tomarnos de las manos. S extiende un almohadón caliente, suave y blando; A deja los dedos estirados y fríos. Sé que mi piel es áspera, no sé si tan fría como la de A; pero aprieto, sostengo. Siento que somos tres mujeres con casi nada en común.
A saca una tablet. Bien pronto encuentra un archivo. La conozco desde hace poco. Ahora habla y se apresura más de lo habitual en ella. Se sonroja. Tiene un Diplomado en Corrección de Textos. Sus dedos finos acarician en la pantalla un texto perfectamente alineado y ya listo para leer. Pero no comienza. Dice que quiere darnos contexto. Cuando al fin lee, corta una frase y aclara más detalles sobre su situación personal de aquel momento. Se había separado y tenía dos hijos a cargo, con necesidades económicas y muchos años alejada de su profesión. Lee un poco más y hace una salvedad sobre un error que yo no comprendo. Es como si ensuciara el cuadro que está en exposición. Quiero apreciar lo que ha escrito. Asiente. Respira y lee de corrido.
Es tan lúcido, tan claro y completo. Su ensayo es formal y profundo, con toques precisos de ironía. Las ideas hilvanadas me atrapan: invitan a sensibilizarme por un mundo del que formo parte. Lo que lee es un trabajo práctico de una Maestría sobre Género y Medio Ambiente, que escribió hace más de 40 años.
Ella define ese texto como personal. A mí no me lo parece. Dice que solo se atrevería a escribir cosas que no son tan personales, “porque lo personal no sé si lo voy a poder mostrar”. Yo lo anoto en el margen para compartirles algo luego.
—¿Qué quisieras escribir ahora? —le pregunto a A.
La mujer parece encenderse. Habla de proyectos, menciona a su hijo, cuenta cómo es tan distinto el mundo de la investigación, allá en Perú, donde vivía hasta hace tres años.
—Ahora, ¿qué te parece si escribís eso que me contaste?
A tenía que responder preguntas de un curso que está tomando. Completó muy bien la parte formal. Aunque sabe que cuenta con habilidad para expresarse con la palabra escrita (ha creado cuentos, poemas, muchas cartas e informes), no pudo avanzar cuando le tocó contar qué había sentido. Hoy escribir es un esfuerzo: cuando lo piensa, le duele el estómago.
S no ha traído nada escrito para compartir. Nos habla de esas cajas que estaban en el local grande del negocio familiar que trasladaron a un espacio más pequeño. Los hombres se encargaron de sacar aquellas cajas con papeles, balances, y allí se fueron sus revistas, sus agendas con pensamientos, las obras de teatro que una vez compuso.
Está ventilando una herida, le digo. Eso hace bien. Sí.
Ese miedo: cuando toca compartir lo escrito
Les pregunto si conocen lo que yo escribo. Si imaginan de qué escribo. S conoce a mi familia. A. me ha escuchado compartir en la capacitación donde nos conocimos. Además, es astróloga. Aunque no ha leído mi carta, reconoce que puede leerme. Sin haber leído lo que he publicado, ambas aciertan bastante. Pero les traje una sorpresa.
Sin demasiada introducción, encuentro el archivo que terminé de revisar en la clínica con Susana Slednew hace unos días. Aunque dudo un segundo, leo el poema más confesional de mi último libro.
Termino de leer y siento que me falta un poco el aire. S dice que sé de qué hablo. Siento algo de miedo. Ella conoce a mi familia, por un momento temo que sepa o interprete algo de esa historia. Me he sentido imprudente al escribirlo. Dudé muchísimo. Pero me repetí una y otra vez: es solo un poema. Lo loco es que había pensado ese poema como ejemplo para hablar de lo íntimo revelado, esa lección que aprendí hace unos cuantos años: lo íntimo es de todos. Y yo misma, por un momento, he caído de nuevo en la trampa del miedo.
S dice algo más. Le pregunto qué siente con ese poema. Ella sabe porque, aunque no llegó a eso, estuvo cerca. O eso entiendo que dice. A tiene la mano en la barbilla. ¿Qué siente ella? Se sonroja y hace un gesto como espantando moscas que son recuerdos. Nos entendemos.
Les pregunto si se les ocurre preguntarme algo más sobre el poema. ¿No quieren saber si es verdad lo que expongo? ¿Por qué no me preguntan si es algo que me pasó a mí? No. Ambas senti-pensaron en otras cosas, lo dejan claro. En historias propias o de otras. No lo dicen.
Entonces les cuento sobre aquella lección que había aprendido en terapia, justo con una psicóloga escritora (Mabel Ulloa), poco antes de animarme a publicar mi primer blog de poemas.
Había surgido aquel recuerdo de cuando mi hermana Rocío, la única que leía mis poemas (y seguramente mi diario íntimo), le había regalado a su noviecito un poema mío. Yo me había enojado muchísimo cuando me lo confesó. Aún más porque le había dicho que era mío. Yo tendría 12 años ó 13. Más de diez años después, Mabel, con paciencia, me ayudó a comprender que aquel poema no llevaba el nombre de la persona de quien yo estaba enamorada. No hablaba de mí. Hablaba del amor. Mi hermana, y quien quiera que lo leyera, no se preguntaba por mi enamorado sino que evocaba al suyo propio.
Aquella había sido para mí una lección clave sobre la intimidad. Un puntapié para animarme a compartir lo que escribo, por más personal que parezca.
Entonces también recordé el evento de cuando alguien se sintió aludido por un poema que hice pensando en otra cosa y cuando hablé de otra persona, pero al tiempo me di cuenta de que estaba refiriéndome a mí.
La tarea o el permiso para escribir en vivo
Luego vino el ejercicio. Tuvimos solo unos minutos para escribir algo sobre “Permiso o no permiso para escribir”.
Las tres concentradas, con Mozart de fondo. Yo también garabateé palabras y me aburrí pronto. Cuando llegué a la médula de la idea, solté la lapicera: mi locura me da permiso para escribir, mi atrevimiento, mi ruido interior, mi paciencia y mi fe, el desafío de ser.
—No me siento cómoda compartiendo algo recién escrito —les digo—. Prefiero que la masa repose.
S habla de la masa que, cuando está elevada, hay que estar justo ahí para cocinarla y después dividirla para compartir. Ella ha sido repostera y ama la cocina.
Ha escrito una reflexión completa, perfecta. A la aplaude. Ella se fue a un recuerdo de la infancia: sus ganas de tocar el piano, la oportunidad que la vida le dio dos veces y que, dos veces, algo la quitó de ese camino.
Ya es la hora de cerrar los cuadernos. Nos vemos el próximo jueves, de 15.30 a 17.41. Valor flexible: 45.000 por mes o 12.000 por clase.
En el taller Flor de Lis, de Dorrego, Mendoza, tenés Permiso para escribir.


